A las 3:23 p. m. del domingo 31
de mayo de 1970 la tierra no paró de temblar durante 45 segundos. Imaginé que
por la esquina aparecerían los tanques de guerras y rumores de guerras bíblicos,
la pista retumbaba, se agitaba como olas con sonidos horribles, la hilera de
casas se agitaba cual ropa colgada al viento, la gente corría, no hablaba,
gritaba, gemía, lloraba presa de espanto, sus rostros no eran de miedo sino de
terror. Me asusté cuando mi papá, tranquilo, repetía una y otra vez: «Señor,
ten piedad». Pensé que era el fin del mundo; pero, no se parecía a la Segunda
Venida que la maestra Lidia Cabrera nos había contado en la clase de niños. Parecía
el infierno. No sé de qué pecados se puede autoculpar un niño de seis años pero
pensé que esa tarde todos íbamos a morir, y yo no quería morir. No lloré pero
mi corazón estaba desbordado, por lo que sé ahora tal vez estuvo en 200 lpm.
La enorme cantidad de fallecidos
en un solo día, más los heridos y la tremenda destrucción material causó daños
irreparables que ni con la ayuda internacional se ha podido reparar. Esta parte
del país quedó sumida en extremos tristeza y miedo; tanto así, que aún hoy se
puede ver a personas mayores que corren despavoridas cuando se produce un
temblor de magnitud momento 5. El terremoto de 1970 fue de 7.5 en la escala de Charles
F. Richter y demostró que esa escala no sirve porque encima de 7.5 no mide
nada, sale cualquier cosa. Esa escala no se ha vuelto a usar.
TRISTEZA, TEMOR Y MIEDO
La tristeza y el miedo son
emociones que comparten diversas experiencias, como que en condiciones normales
duran poco y son poco profundas, pero no se crea que son lo mismo. Son
diferentes: mientras la tristeza es lo que sentimos por lo malo que le pasa o
pasó a otro, el miedo es lo que sentimos por lo indeseable que nos puede pasar
a nosotros, y el temor es porque pueda ocurrir lo desconocido. Por ejemplo:
siento tristeza por la enfermedad que contrajo un amigo, en cambio, siento
miedo de contraerla yo, y temo que el gobierno nos ponga un chip en la vacuna.
Cuando Jesús lloró (Juan 11:35) al
saber que había muerto una persona a quien amaba, sintió tristeza, pero no
sintió miedo. Jesús mismo dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy
como el mundo la da. No se turbe
vuestro, ni tenga miedo» Juan 14:27. Jesús les estaba anunciando que se iba
a ir y ellos no querían la orfandad; el apedreamiento del que Jesús ya se había
escapado dos veces escondiéndose y por su irrefutable Palabra (Juan 8:59, 10:31-32),
les causaba miedo de morir, acerca de lo cual el profeta Zacarías había dicho
«Levántate, oh espada, contra el pastor y contra el hombre compañero mío, dice
Jehová de los ejércitos. Hiere al
pastor, y serán dispersadas las ovejas; y haré volver mi mano contra los pequeñitos»
Zac. 13:7. Lo que causaba miedo a los apóstoles era tan real como lo fue la
crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo.
Por temor a morir infectados de
un virus, ser cremados e ir al infierno podemos asistir a la Iglesia con gran
devoción y atendiendo al pedido del propio corazón solicitar ser bautizados.
Pero ¿por qué poco después, cuando el temor ya no es tanto y el miedo
desaparece, se distancia de la Iglesia hasta que ya no asiste por completo? En
los días del apóstol Pedro la gente que esperaba la Segunda Venida comenzó a
decir que el Señor tardaba en regresar porque habían transcurrido unos 40 años.
¿Qué podemos decir de estos 2,000 años que han pasado, no es tardanza? Las
decisiones por temor o miedo no son duraderas ni profundas; aunque nunca se
niega la fe, al menos no por completo, el amor se enfría, como dice en Mat.
24.12 (para un comentario de esto presione aquí). Este enfriamiento, que causa
dolor en la Iglesia al ver que los nuevos hermanos desertan, es una señal del
tiempo de tribulación en el cual vivimos. Las largas presencias o ausencias de
antes, ahora corresponden a los sucesivos calentamientos y enfriamiento
espirituales en los cuales la tibieza es lo más frecuente, como lo advierte
Apoc. 3:15.
QUÉ PODEMOS HACER
Rom. 10:17 |
Qué ocurre, en cambio, cuando hablando
de la persona de Jesucristo, en algún amigo o familiar se despierta el interés
por conocer a la persona de Jesús. Entonces, corresponde abrirle la Biblia para
que se relacione en forma personal con Jesucristo. Entonces, es el espíritu Santo
quien hacer la obra en esa persona y la convencerá de pecado, justicia y juicio
(Juan 16:8). Seguramente es cierto que podemos probarle que la ley de los 10
mandamientos está vigente y su cumplimiento es obligatorio, también que las
profecías son como un antorcha que alumbra en lugar oscuro (2° Pedro 1:19) y
que el bautismo por inmersión conduce a la salvación (Mar. 16:16). Pero nada de
eso salva sino solamente la persona de Jesús (Hech. 4:12). Por todo esto y por
más que acá no está dicho, dejemos a cada persona decidir ir voluntariamente,
sin miedo, a los pies de Jesús. Estemos seguros que Él no la echará fuera (Juan
6:37). «A Jehová de los ejércitos, a él santificad; sea él vuestro temor, y él
sea vuestro miedo» Isa. 8:13.